"Sinceramente, la maldad de las cosas me supera: ya no hablo de los espejos, siempre listos para descubrirnos defectos, hablo de los capuchones de bolígrafo que saltan sabe Dios adónde, del monedero que nunca está donde lo hemos dejado, de las zapatillas de las que solo encontramos la derecha cuando las buscamos con el pie, de las llaves de casa que salieron solas de la cerradura de la entrada y nos obligan a vaciar todos los bolsillos y todos los bolsos en la mesa, sin hablar de las esquinas de los muebles dispuestas a hacernos daño, los vasos que se nos van de las manos al limpiarlos y dejan esquirlas que las escobas no notan y que al enfermero del ambulatorio le cuesta horas sacar con un alfiler..." (A. Lobo Antunes, Exhortación a los cocodrilos. Siruela).
Vamos a ser felices un rato, vida mía, aunque no haya motivos para serlo, y el mundo sea un globo de gas letal, y nuestra historia una cutre película de brujas y vampiros. Felices porque sí, para que luego graben en nuestra sepultura la siguiente leyenda: "Aquí yacen los huesos de una mujer y un hombre que, no se sabe cómo, lograron ser felices diez minutos seguidos." (Por fuertes y fronteras).
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