Montserrat Roig, Tiempo
de cerezas. Trad. del catalán de Gemma Deza Guil. Prólogo de Lara Moreno.
Ed. consonni, 2024
Segunda parte de la Trilogía
de Eixample o Trilogía de Barcelona. Fue premio Sant Jordi en 1976.
El título está tomado de una
canción del poeta J.B. Clément, el poeta de la Comuna de París, que fue
musicada por Antoine Renard. La silba Emilio cuando está hablando con Natàlia
de las consecuencias de la Guerra Civil, de cuándo terminará la dictadura:
“Quand vous en serez au temps
des cerises
Si vous n´aimez pas les
chagrins d´amour,
Évitez les belles.
Moi qui ne crains pas les
peines cruelles,
Je ne viurai point sans souffrir un jour.
Quand vous en serez au temps
des cerises”
(Cuando estás en la época de
las cerezas/ si no te gustan las penas de amor/ evita lo hermoso/yo, que no
temo castigos crueles/ no viviré sin sufrir un día/ cuando llegue el tiempo de
las cerezas).
El tiempo de las cerezas
(cuando se recogen las cerezas, en un breve tiempo de abril a julio) es el
tiempo de la felicidad. Es breve, pero siempre vuelve, y hay que estar
preparado para aceptarlo.
Mientras llega ese tiempo, un
narrador omnisciente en tercera persona relata la historia de la familia de
Natàlia, los Miralpeix. La novela comienza con la vuelta desde Londres, tras
doce años de ausencia, de Natália, la protagonista. Iremos descubriendo cómo se
conocieron sus padres -Joan y Judit-, cómo formaron su familia, cómo quedó
Judit tras su derrame cerebral, cuando Natàlia era una niña, cómo se casó su
tía Patrícia con el poeta Esteve Miràngels, formando un matrimonio desgraciado
del que Patrícia salió fortalecida y empoderada cuando enviudó, tras haber
padecido maltrato y pobreza. Asistiremos también al matrimonio de Lluís,
hermano de Natàlia, con Sílvia Claret, que sufre también a un marido machista y
egoísta y a la muerte del pequeño Pere, el tercer hijo de Joan y Judit, que
nació con Síndrome de Down. Aparecerán, además, personajes que nos resultan
familiares a los lectores de Ramona, adiós, como las tres Mundetas, la misma
Sílvia Claret, hermana de Mundeta Claret, la segunda Mundeta, la que buscó a su
marido entre los escombros durante la Guerra Civil, o Patrícia, o la amiga de
Sílvia y Patrícia, Kati, con quien Lluís no quería que se relacionara su
esposa, porque Kati era libre (“la alocada de Kati, que se suicidó en 1939”).
Cuando Natàlia regresa, sin
dinero ni trabajo, pero con una profesión, la de fotógrafa, tiene que alojarse
con su tía Patrícia, que está viuda y por primera vez la ve feliz y dueña de su
vida. Con Patrícia vive Encarna, la sirvienta fiel de los Miràlpeix que ha
criado a sus hijos, pero que la va a abandonar para casarse a sus cincuenta
años y dejar de aguantar “ a una vieja borracha”. Encarna es el único personaje
que pertenece a la clase baja, por eso su mal gusto al elegir su vestido de
novia es criticado por los invitados. El resto de los personajes pertenece a la
burguesía catalana, con sus hipocresías tradiciónales (Lluís engaña a Sìlvia en
Londres con una chica; cuando Natàlia aborta, su padre le grita y la censura,
habiendo él provocado la muerte de cinco personas en su afán por abaratar
costes en la construcción de un hotel; Lluís critica a Natàlia por haberse ido
de España dejando a su madre enferma, pero luego él se quita de encima a su
padre llevándolo al manicomio)… Las pequeñas miserias de la familia van
apareciendo con saltos al pasado que nos permiten entender cómo ha sido la vida
durante la dictadura, cómo han perdido las mujeres su independencia y su
dignidad (“la tía Patrícia hablaba y reía a menudo ´y antes, siempre tan triste
y desaliñada`”) Como le dice Lluís a Sílvia: “Las mujeres sois bobas, no servís
para nada”. “Si te casas conmigo, le dijo Lluís, tienes que dejar el baile:
ella lo dejó”. Se resume esta situación en las palabras de la madre de Sílvia,
Mundeta Ventura: “No quería niñas porque decía que las mujeres eran unas
pánfilas y que los hombres tenían más suerte en la vida”.
Mientras conocemos las vidas
pequeñas de estas gentes, se refleja el contexto político y social: Natàlia se
fue cuando ajusticiaron a Grimau y vuelve cuando acaban de matar a Salvador
Puig Antich. Vemos también las costumbres de esos años finales de la dictadura:
las reuniones de mujeres para comprar túperes; la exposición del ajuar de las
novias ante las amigas; las escapadas a Perpiñán para ver películas prohibidas
en España como El último tango en París; las aspiraciones de unas nuevas
mujeres que intentan salir a la superficie de sus vidas (“Esta es una pánfila,
ahora le dado la manía de trabajar”, dice Lluís de Sílvia. Hasta la colonia
Varón Dandy aparece por ahí.
Al regresar después de tantos
años, Natàlia es testigo perfecto del antes y el después. Ella se fue, confiesa
“porque tenía miedo. Pero no de su padre, ni de su autoridad (…), sino porque
Emilio Sandoval le había enseñado a rascar con la uña toda la mu8gre de su país
y la había instigado a seguir rascando…” Natàlia percibe la misma calma que
cuando se fue. Ella era otra y en la ciudad de Barcelona se habían producido
cambios, claro: “No había jardines, sino bancos, y los bares donde ella
deslucía el terciopelo por las horas y horas que se pasaba sentada habían
desaparecido”. En París y Londres se reeduca, lejos de la influencia de su
familia: “Me he pasado doce años intentando aprender de nuevo todo, incluidos
la lastima, el amor, el placer, me consideraba una niña cuando me fui y quería
sacarme de encima todos los preceptos y los principios que me habían inculcado
de pequeña”. Natàlia es testigo, quiere “cazar al vuelo la imagen precisa,
detener el tiempo que resbalaba sin remedio”. Decide volver cuando ya no tiene
miedo: “Me daba miedo que llegara el tiempo de las cerezas. Porque para desear
el tiempo de las cerezas, hay que tener fe en que un día llegará.
Tiempo de cerezas es
una gran novela, sobre todo por cómo está narrada, con la crudeza acorde con
los tiempos que refleja, pero también por la poesía y sensibilidad de una
escritora que se apiada de los personajes, por muy ridículos que sean y que los
sabe mostrar en su complejidad. Algunas páginas son un prodigio del arte
narrativo, por ejemplo, la que describe las manos de Patrícia (pág. 78) o la
que se centra en las superfluas preocupaciones de Sílvia, que vive una
existencia inane (pág. 58), o el descubrimiento que hace Patrícia de que
Esteve, su marido, es homosexual: “Respiraban, Gonçal y Esteve, como ´el
balanceo de las hojas del limonero`, bajo la colcha de satén estampado con las
enormes flores azules” que tanto deseó tener cuando se casó, y lo dice con un
verso del propio Esteve (pág. 102).
Comentarios