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Confesiones desde el insomnio

Un dios trastornado, un dios loco, un demiurgo ciego que dispara a todos lados. Tiene todo el poder, pero lo utiliza mal, como un lanzador de saetas que no tuviera en cuenta la acción del viento antes de disparar. Así soy yo. Aunque no nací así.  ¿O sí? 
Hace unos meses empecé a descubrirlo. Si lo hubiera contado a los amigos,  me habrían felicitado entre risas. ¡Menuda suerte! Ya me gustaría a mí fastidiar a los que no me gustan, a tanto gilipollas, enviar la desgracia a mis enemigos. 
Seguramente,  todos lo hemos deseado alguna vez, desde niños: la venganza. 
Yo no creo haber odiado a nadie. Es verdad que hay gente que me desagrada, que me cae mal, a quien no soporto. Siempre la hubo.  
Hace un año, empecé  a analizar con la precisión de un relojero la relación con un compañero de trabajo  que me estaba afectando  de tal manera que no tenía ninguna gana de asistir a la oficina.  Sus  comentarios,  siempre desagradables,  no sé si iban exactamente contra mí, eran dardos enviados probablemente sin dirección que yo atraía hacia mí  como un imán.  No podía soportar su prepotencia,  su jactancia. Tampoco le contestaba, puesto que no sabía si sus ataques eran reales. ¿Y si en realidad no me había lanzado ninguna granada?¿si yo misma tropezaba contra las que estaban tiradas por el suelo? ¿podía culparlo de algo? La diferencia de edad era un factor más,  quizá el más determinante.  No podía soportar  que un niñato diera lecciones.  En mi juventud,  yo había hecho alarde de esa omnipotencia  de la inexperiencia,  pero ahora  me molestaba mucho verme reflejada en un ser que, en definitiva,  repetía mi antiguo comportamiento.  Quizá  no me soportaba a mí misma en la imagen antigua que tenía de mí.  
Pasaron varios meses que me iban sumiendo en una sima. Me cambió el carácter. Nunca fui el alma de la fiesta,  pero ahora llevaba grabado en la cara el signo de la desgracia,  como un aura que alejaba a toda la gente de mí.  Ya no hablaba, todo lo más musitaba lo estrictamente necesario para sobrevivir en mi empleo.  Mi cuerpo se había achicando plegándose sobre sí mismo.  La tristeza había irrumpido en cada célula apoderándose de mí con saña, asomando por las pupilas.  Me decían que tenía mala cara. El tiempo pasaba y cada vez me encontraba peor.  Pensé en huir, en alejarme del trabajo,  de ese compañero acosador que me estaba desdibujando,  que me había alejado de todos,  que me había desbancado para ponerse él.  
Como nada es eterno, aunque pensemos que lo es cuando estamos sumidos en la rutina de los días que se suceden, en orden, soldados bien entrenados enfilados en su eterno desfile, una mañana todo cambió. Una mañana mi compañero no apareció. Un día de descanso para mí, me alegré al pensarlo. Dos días después me enteré de que su padre había tenido un accidente de tráfico. Estaba vivo, pero había quedado parapléjico. La madre había muerto unos años antes, por lo que ahora recaía sobre él la condena de asistir a su padre, como dijo él. De momento necesitaba tomarse unos meses para cuidarlo y asumir la nueva situación, su nueva vida. 
No me alegré. No. Ni mucho menos. Eso sí, me relajé por primera vez en muchos meses al pensar que no tendría que sufrir su presencia, pero sentí conmiseración, piedad por él. Poco a poco fui escalando la sima en que se había convertido mi vida, agarrando piedra a piedra para escalar, haciéndome sangre en las manos, pero poco a poco comencé a ser yo misma de nuevo. 
La rueda de los días siguió girando lentamente. Todo volvió a la normalidad. Mis otros compañeros, sin la influencia nefasta del primero, volvieron a ser soportables. El trabajo, monótono, insulso, no me llenaba, pero podía levantarme cada día para ganarme el pan.
En una reunión, tuve un encontronazo con una compañera: se empeñaba en que realizara una tarea que no me correspondía. Me negué. Me amenazó. Finalmente, se lo comunicó a nuestro jefe. Sin embargo, el hecho no tuvo consecuencia. Mi jefe redistribuyó las tareas y todo se olvidó. Bueno, yo no lo olvidé. En mi interior, anidó un resentimiento hacia mi compañera que casi dolía. Pero había sufrido tanto con la situación anterior que procuré dominarme. En la oficina no se me notaba. En casa sentía un reconcomio por el enfrentamiento vivido, volvía a revivirlo mentalmente, me angustiaba, pero poco a poco, con paciencia, lo fui olvidando.
Unas semanas después, me enteré de que mi compañera iba a divorciarse. Había encontrado a su marido con la criada en su habitación, en su misma cama, con su mismo camisón, mientras su hija pequeña dormía plácidamente en el cuarto de al lado. Su mundo se derrumbó. ¡Veinte años de engaño y mentiras se le presentaron de repente ante los ojos! 
No me alegré, no, ni mucho menos. Sentí pena por ella. Podía imaginar el vacío que se iba abriendo en su vida. Siguió viniendo al trabajo, aunque tan triste que apenas hacía comentarios, ni adecuados ni inadecuados. Todos la apoyamos.

Os voy a ahorrar el relato de la tercera, de mi cuarta víctima. El esquema se iba repitiendo con escasas diferencias. Al principio no relacioné sus desgracias con mis sentimientos, pero finalmente fue evidente: mi mente allanaba el camino para que la desgracia penetrara en esas vidas sin clemencia. Yo no podía controlarlo. Quería, lo juro, pero no podía hacer nada. A mí misma me sorprendía la llegada de la adversidad, no sabía cuándo ocurriría ni dónde ni a quién. Simplemente, sucedía, sin remedio.
Mi familia me decía que eran imaginaciones mías, que el azar determina lo que sucede en las vidas de todos, sin embargo, poco a poco, temió que yo tuviera razón, y entonces cundió el pánico: si yo no podía frenar las desgracias que provocaba, ¿no se dirigirían también hacia ellos? Los quería, no obstante, la mente actuaba sin mi autorización, como un dios ciego, como un dios loco.
Yo misma era consciente de que a veces existen pensamientos automáticos, que actúan como impulsos sin que les demos permiso para salir, como cuando era niña: si mi hermana se fuera de casa, me quedaría con la habitación para mí sola. Aunque no lo deseaba, por un momento se me ocurría ese pensamiento egoísta... ¿y si un pensamiento liberado sin mi permiso desencadenaba una desgracia en mi propia familia?
No es fácil soportar una responsabilidad así, no es fácil vivir con un miedo tal, y menos a una misma. No tardé mucho en perder el sueño. Al insomnio siguió la depresión, a la depresión, la ansiedad, la ansiedad degeneró en ira, en dificultad para controlar las emociones, en miedo, en locura... Y aquí estoy.
Cuando me di cuenta de que a vosotras os sucedía lo mismo, me sentí arropada, comprendida, menos sola. Hay gente como yo.
Nos hemos encontrado en medio de enfermos con diversas patologías, nos hemos identificado. Ya no estamos solas entre estas cuatro paredes. Vamos a morir acompañadas. No podemos dormir, no debemos dormir, no podemos dejar de hablar para evitar que las demás piensen, que deseen, incluso lo no deseado, que dejen escapar pensamientos incontrolados, automáticos, que provoquen la desgracia. No podemos dormir, no podemos pensar, no podemos dormir. Solo la última podrá descansar, la que salga con vida de este insomnio.
Hablad vosotras, yo ya no puedo más.

(María de Líbar)

Comentarios

Clara R ha dicho que…
Bravo 👏

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