Con la contención y las medias palabras propias de un inglés típico (que quizá puede ser también la austeridad sentimental de un japonés corriente, teniendo en cuenta la ascendencia de Ishiguro), mister Stevens, al servicio de Darlington Hall, una importante mansión, reflexiona sobre la condición de mayordomo mientras disfruta de unos días de vacaciones que va a aprovechar para visitar a su antigua compañera de trabajo, el ama de llaves miss Kenton con la excusa de recuperar sus servicios. Nos encontramos en 1956. El mundo que Stevens ha conocido, con todo el boato de las grandes mansiones, ha desaparecido. Lord Darlington ha fallecido. La casa y el propio mayordomo han sido adquiridos por un adinerado norteamericano que busca una genuina mansión inglesa y un criado a la antigua usanza.
A través de sus recuerdos, muchas veces aparentemente anodinos, Stevens transmite su cosmovisión: el sentido de la responsabilidad que su padre le transmitió le ha llevado a permanecer fiel a su señor, lord Darlington, durante treinta años, olvidándose de su propia vida, de sus propios afectos, con el fin de servir a una causa que creía noble y que iba a contribuir a la paz de Europa. Por la gran mansión desfilaron importantes personalidades que protagonizaron el ambiente prebélico de los años treinta intentando evitar una segunda guerra mundial. Lord Darlington, excombatiente de la Gran Guerra, reunió al embajador alemán de Hitler con políticos europeos a fin de intentar compensar las duras condiciones impuestas por el Tratado de Versalles. Los alemanes se aprovecharon de su buena voluntad y su falta de profesionalidad para utilizarlo en la defensa de sus intereses, lo que finalmente le costó el rechazo y la crítica. Así, Stevens, que se enorgullece de su "dignidad", que le ha llevado a entregar su vida a la causa defendida por su señor, ve que todo ha perdido su sentido porque lord Darlington ha elegido el camino equivocado ("Durante todos aquellos años en que le serví, tuve la certeza de estar haciendo algo de provecho. Pero ahora ni siquiera puedo decir que me equivoqué", p. 251). Criado y señor han unido su destino, pero el criado nunca deja de serlo por más que intente asimilarse a su amo.
Finalmente, Stevens, que ha ido desgranando pequeñas anécdotas en primera persona mientras viajaba en coche hacia Cornualles, se encuentra con miss Kenton y así confirmamos que han dejado su vida escapar, que han perdido sus mejores años y que lo que queda del día no parece muy prometedor, aunque hay que seguir adelante ("Basta con que intentemos al menos aportar nuestro granito de arena para conseguir algo noble y sincero", pág. 252).
Además de la recreación del período de entreguerras, lo más destacable de esta novela es precisamente la contención, el retrato de este mayordomo que por mostrar dignidad, por ese sentido del deber que ha regido su vida, ha renunciado a mostrar sus sentimientos ("se trata de no desnudarse en público", p. 218), a despedirse de su padre, al amor, a todo lo que podía dar sentido a su vida. Es, por tanto, también una reflexión sobre la incapacidad de vivir de algunos seres humanos y eso hace a esta novela universal y necesaria.
La película Lo que queda del día refleja muy bien el ambiente, la atmósfera de esta novela, con los magníficos Anthony Hopkins y Emma Thompson.
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