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Fahrenheit 451


Ray Bradbury, Fahrenheit 451. Minotauro, 2014.

Leer (y releer) los cuentos y las novelas de Ray Bradbury es un acto de verdadera necesidad si se quiere reflexionar, pararse a pensar en las rutinas cotidianas que nos van empujando lentamente hacia el letargo vital. 
Esta novela breve, una distopía tan exacta y verdadera como 1984, Un mundo feliz o más recientemente The road, fue publicada en 1953. No podía intuir Bradbury que ese mundo de ciencia-ficción iba a encarnarse en una época tan cercana, en la nuestra. Seguramente había indicios que presagiaban la destrucción de la cultura, pero no podía saber el autor estadounidense que unos años después los ordenadores y los teléfonos móviles, las tablet, los ipad, los  phablet  terminarían por abducirnos, por alejarnos de los libros, de las conversaciones presenciales y nos dejarían en un limbo de imágenes para las que no se requiere concentración ni palabras. 
Los bomberos pirómanos de Fahrenheit 451 actúan bajo consignas del gobierno quemando millones de libros prohibidos, que caen "como pájaros heridos de muerte", algo innecesario puesto que la gente había dejado de leer mucho tiempo antes ("No hubo órdenes, ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, y la presión de las minorías provocó todo esto, por suerte. Hoy, gracias a ellos, uno puede ser continuamente feliz" (p.74)). Las imágenes ambientales constantes en pantalla grande, la música y las conversaciones adormecedoras que se escuchan a través de cascos no hacen sino recordarnos algo que ya podemos ver a nuestro alrededor. A esos seres manipulados ni siquiera les está permitido el suicidio. Unas máquinas especiales dirigidas por dos operarios "lo arreglan todo en media hora", es decir, reparan los cuerpos absorbiendo los barbitúricos ingeridos. ¿Cómo se llega a crear un mundo así?: "Se abreviaron los años de estudio, se relajó la disciplina, se dejó de lado la historia, la filosofía y el lenguaje. Las letras y la gramática fueron abandonadas, poco a poco, poco a poco, hasta que se las olvidó por completo. La vida es lo inmediato, solo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas? (p. 72) (...) Deportes al alcance de todos, espíritu de grupo, diversión y no hay que pensar (...) Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, ninguna parte. (p. 73).
 Montag, el bombero alienado que nos representa a cada uno de nosotros, solo necesita un par de conversaciones con la joven Clarisse para poner en duda su estado aparente de ataraxia, la felicidad engañosa de una vida no vivida. En un mundo que no admite el sufrimiento, tampoco está permitida la felicidad. ¿No nos está hablando de nuestro mundo? Negamos la muerte, el sufrimiento, huimos de cualquier dolor que ponga en cuestión nuestro derecho a estar tranquilos. Cada vez tardamos menos en perder de vista esos cadáveres cotidianos que nos recuerdan nuestro destino, en prenderles fuego en hornos crematorios que apenas dejan rastro de esos cuerpos. No quemamos libros, pero las librerías que quedan mezclan la basura con las grandes obras que ha ido seleccionando el tiempo, el poso de los siglos. Cada vez es menor el espacio que les queda a estas obras. Puede sonar apocalíptico, pero podéis ver que la profecía se va cumpliendo.
Queda la esperanza, que los supervivientes se conviertan en "vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro" (p.176) para recordar a los que quieran oír que existieron historias que explicaban el mundo. "Se acercarán a nosotros cuando llegue la hora, cuando se pregunten qué ha pasado y por qué el mundo estalló en pedazos" (p.176).
He mencionado arriba The road, de Cormac McCarthy. En mi opinión, es el paso siguiente, la segunda parte de este relato que comenzó Bradbury con Fahrenheit 451. Esperemos que esa segunda parte de la distopía, ese relato post-apocalíptico no se convierta en realidad. 
Y hablando de Bradbury, en un cuento llamado "La sabana",
nos alerta sobre el error que estamos cometiendo al dejar a las máquinas trabajar por nosotros. En ese mundo de indolencia que teme el autor, los niños son educados en el egoísmo y acaban sacrificando a sus padres. Cada vez que leo ese relato, veo con mayor lucidez la clarividencia de Bradbury y lamento que muchos padres desconozcan su existencia. 


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