La primera novela de José Luis Sampedro, escrita en 1952, parte de una trama sencilla, casi anodina: un matemático soriano asiste a un congreso científico en Estocolmo y allí descubre que la vida es algo muy diferente a lo que él ha vivido hasta entonces, que no ha vivido una existencia plena, sino un simulacro. Sin embargo, lo que verdaderamente transmite esta novela es la visión de la España gris, provinciana, asfixiante de la década de los 50, y ello sin apenas aludir a ese marco espacial que lo determina todo, pero que se mantiene en la lejanía.
El profesor Espejo, que al comienzo de la novela se siente inadaptado, ajeno a ese nuevo mundo, a ese paisaje nórdico tan distinto del patrio, termina por sentirse cómodo en él, como si hubiera encontrado su sitio, que no es más que el lugar de la libertad. Allí encuentra el amor, un amor imposible, un recuerdo vivo al que aferrarse toda la vida que le quede en su existencia vacía de Soria.
Los personajes son seres reales, contradictorios, problemáticos, y, sobre todo, como siempre en la obra de Sampedro, ansiosos por beberse una vida plena ("No, no hay más verdades que las que pueden vivirse. La ciencia suprema, o la única, o el arte de vivir, como usted quiera llamarlo, porque no tenemos una palabra para designarlo"). El lenguaje siempre tan exacto, tan poético muchas veces. Pero si tuviera que explicar por qué me ha gustado tanto me quedaría con su imagen del reno, de la mosca, de la muerte, que es la sensación de ahogo que impregna la novela, tan real como los momentos que malvivieron nuestros padres en esa España oscura.
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