Si hay un mito que no pierde, desgraciadamente, actualidad ese es Medea. Es muy interesante comparar esta tragedia griega con la versión romana de Séneca. Veremos que mientras en la obra de Eurípides la tragedia la causa Jasón movido por su ambición, en la Medea de Séneca es la pasión desenfrenada de la joven la que provoca la tragedia. A mí me interesa más esta visión griega del mito, la de un ser humano que se ha envilecido por un loco amor llegando a matar y traicionar a los suyos, que se ha entregado sin pedir nada a cambio, que ha perdido su posición social convirtiéndose en extranjera y que ve de repente cómo el equilibrio de su vida, logrado tras tanto sufrimiento, se rompe con la traición de Jasón. Pero Medea no es simplemente una víctima, es sobre todo una pasión desenfrenada que no se atiene a razones, un espíritu justiciero capaz de sacrificar a sus hijos, los seres que más ama, para castigar los agravios. La hechicera Medea engaña a todos desde el principio porque su venganza está muy clara y a ella se dirige sin dudar. Finalmente, no deja que los demás se salgan con la suya, pero lo pierde todo. Un personaje muy humano -no hay más que leer las noticias de sucesos-, siempre errático e infeliz. Si hubiera aceptado el nuevo matrimonio de Jasón, seguramente habría aprendido a vivir otra vida con sus hijos lejos de Corinto. Parece una tontería plantearse otro final para la historia, pero cuántos hijos no habrían agradecido que sus padres eligieran ese otro final. Hoy mismo una niña de 12 años ha muerto a manos de su padre, una Medea de furia desatada en pleno siglo XXI. Deberíamos aprender de los mitos.
Vamos a ser felices un rato, vida mía, aunque no haya motivos para serlo, y el mundo sea un globo de gas letal, y nuestra historia una cutre película de brujas y vampiros. Felices porque sí, para que luego graben en nuestra sepultura la siguiente leyenda: "Aquí yacen los huesos de una mujer y un hombre que, no se sabe cómo, lograron ser felices diez minutos seguidos." (Por fuertes y fronteras).
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