Esta es la novela de Iréne Némirovsky que, en mi opinión, está más próxima a la maestría de Suite francesa. Es una maravillosa obra maestra, aunque dicen que la escribió por encargo. Solo se conservaban de esta novela los primeros folios, mecanografiados por el marido de Iréne. El resto fue descubierto en el IMEC (Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine) por los actuales biógrafos de Némirovsky. El manuscrito había permanecido perdido entre los papeles de su editor de la época.
Está situada en una villa francesa de los años treinta. Aparentemente, reina la placidez en este pueblo. Silvio, o Silvestre, un anciano apartado ya de la vida que se ha arruinado viajando cuando el ardor de su sangre le pedía salir de su tierra natal, narra los encuentros que tiene con miembros de su familia y algunos conocidos. La visión que nos da es idílica. Sin embargo, un hecho trágico irá descubriendo hechos del pasado que se han mantenido ocultos durante años, sentimientos escondidos, la doble vida de muchos, la hipocresía que subyacía bajo la aparente placidez. Todo ello va surgiendo del fondo del río cuando se mueven un poco sus aguas. De nuevo Némirovsky indaga en la condición humana. Esta vez contrapone los anhelos de la juventud con el conformismo de la madurez, pero salen a relucir de nuevo los sentimientos más oscuros (la madre que no quiere a su hija ilegítima -y que recuerda a la propia madre de Iréne- , los vecinos que quieren expulsar de la villa a aquellos que se salen del redil, los crímenes pasionales, el matrimonio por interés...). La narración recuerda en cierto modo a las novelas policíacas. El narrador posee casi toda la información, que en gran parte oculta al lector; el resto lo va descubriendo al mismo tiempo que nosotros. En definitiva, fondo y forma constituyen una estructura perfecta. Y además termina con una frase que da mucho que pensar...
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