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Paul Auster, Brooklyn Follies



En las novelas, los finales felices están mal vistos, aunque sean finales provisionales porque la desdicha siempre está agazapada tras las esquinas de la vida. Por eso, esta novela de Paul Auster puede decepcionar al lector habituado a ese Auster pesimista, víctima del  azar y receloso de su identidad. Sin embargo, los personajes de Brooklyn Follies, de este cuento de hadas, de esta “comedia”, como la llama el propio autor, no es que sean felices, es que logran arroparse en el pequeño círculo del barrio para sanar las heridas del alma que todos llevan impresas, porque el mundo es un sitio muy duro (“yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las cosas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre”). Esa atmósfera de felicidad es, en todo caso, una ilusión, un espejismo que dura poco, visto lo que llegará después.
Con todo, lo que más me ha gustado de la novela no es lo que tiene de distinto a las otras -esas vidas cruzadas felices con personajes que se van incorporando hasta el infinito- sino lo que comparte con el resto de su obra: los caprichos del azar (si Lucy no llega a llenar el depósito del coche de Coca-Cola, Tom no habría conocido a Honey y habrían sufrido un accidente debido al estado de los frenos), la búsqueda de un lugar en el mundo (Tom, Natham) y esa técnica que aprendió en El Quijote de integrar el proceso de elaboración de la novela en la novela misma. Este narrador testigo que habla en presente y que sabe casi tanto como uno omnisciente, sin serlo en realidad, va dosificando la información , seleccionando los datos (“Tom y Honey se merecen su intimidad, y por ese motivo concluiré aquí mi relación de los acontecimientos de esta noche. Si hay lectores a quienes no les parece bien, les pido que cierren los ojos y recurran a la imaginación”), creando expectativas en el lector (“Es otra jornada espléndida, el día más hermoso de la primavera, pero además resulta estar lleno de sorpresas, y al final los sobresaltos acabarán con la perfección del paisaje y el tiempo”), ensartando más y más personajes como un Bocaccio cualquiera.
En definitiva, lo importante en esta novela no es la verosimilitud -demasiadas buenas personas, con demasiadas buenas intenciones, aunque está bien de vez en cuando que la vida dé un respiro-, sino su construcción -cada historia concluye, cada anécdota tiene su porqué- y su lenguaje. Por ejemplo, cuando Auster describe el locus amoenus del Hotel Existencia en Vermont, no habla como novelista sino como poeta (“Las mil hojas de un álamo temblando como polillas heridas mientras el viento corre entre las ramas. Uno  por uno, van apareciendo todos los elementos, pero el conjunto está ausente, las partes no se conjugan, y no puedo hacer otra cosa que buscar los restos de un día que no existe plenamente”).

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