Voy a hacer una recomendación antes de empezar: no es esta una novela para paladares exquisitos, debéis absteneros si estáis acostumbrados a degustar únicamente ambrosías. En este caso se ha colado entre los libros que llegan a mis manos un melodrama de padre y muy señor mío, un novelón que reúne todos los ingredientes para convertirse en lectura masiva, pero también una historia al estilo decimonónico, de esas que enganchan al lector y no lo dejan escaparse. Tengo que confesarlo: he pecado, he caído en la tentación. Ya sé que debería haber tenido criterio, que se espera de una buena lectora que tenga educado el gusto y sepa discernir, pero es que por encima de todo a mí me gusta disfrutar de una gran historia y a esta no le falta de nada: aventura, mundos por descubrir, amores concertados, sentimientos apasionados, engaños, secretos, niñas desvalidas, mujeres arrojadas... Entré en ella animada por su localización espacial: Nueva Zelanda, el país de la nube blanca, y allí me quedé disfrutando de ovejas, perros pastores, caballos, buscadores de oro, maoríes medio occidentalizados. ¿Qué le falta a la historia para alcanzar el olimpo de las grandes obras? Sobre todo carece de profundidad. Los personajes son más que planos, mesetarios. El maniqueísmo es delirante; la evolución, inexistente. Solo uno de los personajes evoluciona, aunque, eso sí, por amor, que ya sabemos desde la Edad Media es el método más expeditivo para perfeccionar el alma humana. Solo que... suena a novela de Corin Tellado. Por otra parte, sobra acción y falta reflexión, sobran páginas y faltan detalles cotidianos que podrían haber ilustrado el exotismo del lugar que describe. En definitiva, si queréis pasar un buen rato, esta es vuestra novela. Si buscáis, además de satisfacer los más bajos instintos, degustar una delicada novela que deje un inolvidable poso en vuestro espíritu, es mejor que releáis La Regenta o Madame Bovary. En cuanto a mí, intentaré reportarme, proseguiré la lectura de El cuaderno gris, de Josep Pla, una penitencia que permitirá, seguro, que me sea perdonada esta ligereza.
Vamos a ser felices un rato, vida mía, aunque no haya motivos para serlo, y el mundo sea un globo de gas letal, y nuestra historia una cutre película de brujas y vampiros. Felices porque sí, para que luego graben en nuestra sepultura la siguiente leyenda: "Aquí yacen los huesos de una mujer y un hombre que, no se sabe cómo, lograron ser felices diez minutos seguidos." (Por fuertes y fronteras).
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