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Luis Landero, El balcón en invierno

Cuando me eligió esta novela en la librería, no sabía muy bien lo que tenía entre manos. Sabía que era la obra de un gran escritor, colega además, y, sobre todo, me impulsó a comprarla la portada, esa imagen de la abuela y el nieto que tanto se parece a las fotografías más antiguas que guardo en casa. No sabía que leería dos veces seguidas el relato, como buscando saciar una sed infinita, como apurando la copa, temiendo haberme dejado algo olvidado, como intentando fijar las palabras, no las imágenes, que esas ya me habían quedado impresas la primera vez. 
Esta novela, esta "deshilvanada y verdadera historia de recuerdos" es autobiográfica y a la vez universal porque Landero comparte su remordimiento "una pesada culpa que cargaré para los restos" (p.39), que es un sentimiento de todos; pero también es local y de nuestra historia reciente, de un tiempo ya desaparecido y a vez muy cercano: "En efecto, las cosas han cambiado tanto desde mi infancia que a veces tengo la sensación de haber vivido muchos, muchos años, casi un siglo de historia, o quién sabe si más"(p. 243). Ese mundo campesino que ya nunca volverá surge nítidamente a través del recuerdo y se recrea con humor, con nostalgia: "Un grano de alegría, un mar de olvido". Aparece también la ciudad a la que se trasplantan esas gentes descendientes de hojalateros milenarios. Y es también una novela de iniciación, de cómo un niño mentiroso criado sin libros descubrió el sentido de su vida y por fin pudo convertirse en el hombre de provecho que deseaba su padre. Todo ello siguiendo un itinerario entre tradicional y absurdo: la tienda, la fábrica, el tablao flamenco, la academia nocturna... Están en ese racimo de recuerdos los seres que dejaron su huella antes de que se los llevara el tiempo: el profesor que sirvió de guía; el primo lleno de proyectos que sabía buscar, incansable, la felicidad; la sombra alargada del padre al que finalmente se comprende y perdona; la abuela Frasca, que dominaba el arte de contar porque lo hacía en los moldes que habían ido fabricando los siglos. Son pequeños retazos de una vida que se escapa "que se vivió, y se soñó, y que si en ese desear y afanarse ningún acto llegó a ser del todo provechoso, tampoco fue del todo en vano" (p.244).
Formalmente, el rico universo lingüístico de Luis Landero recorre todos los registros, todos los tonos, incluido el lenguaje esencial del pueblo ("A los niños, apenas nos dejan intervenir: Tú cállate, que eres muy nuevo", pág. 162). El narrador pasa de la primera a la segunda persona para desdoblarse en aquel joven que dejó atrás en el tiempo y el escritor actual: "Acuérdate de cuando eras mecánico, lo sucio que ibas siempre" (p. 81). Los recuerdos no siguen un orden preciso (cada capítulo está fechado para ayudar al lector), pero finalmente todo encuentra su lugar: la guerra de los mayores, la infancia en el pueblo, la adolescencia en Madrid, el descubrimiento de la poesía ("La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo" (p. 87), los hechos antiguos que marcan nuestra vida  ("Y es que a veces el pasado no acaba nunca de pasar" (p.90), el mundo de la farándula, el ambiente mágico de los pueblos, la admiración por el trabajo bien hecho ("El mundo campesino de entonces era a menudo bruto y zafio, y era mucho el trabajo, mucha la miseria, mucha la servidumbre, pero también tenía los refinamientos propios de una cultura milenaria. Entre unos y otros sabían hacer primores con el barro, con el cáñamo, con el esparto, con el mimbre, con el corcho, con as cañas, con las juncias y juncos, con la madera, la piedra y la pizarra", p. 178), los saltos al presente... 
Tened cuidado, si entráis en esta historia, es muy posible que, como yo, no podáis salir. Me estoy pensando una tercera lectura...
(Las citas están tomadas de la edición MaxiTusquets de mayo de 2016).

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