Tras Lo que me queda por vivir, aparece esta ¿novela? de Elvira Lindo que sigue el camino tan bien trazado en su libro anterior. En mi opinión, la autora ha encontrado una senda estilística personal que parte de una aparente espontaneidad y del mantenimiento de un equilibrio precario entre lo que cuenta y lo que calla. Además, parece que su ambición es de vuelo bajo, que prefiere quedarse en lo cotidiano, en lo cercano, en aquellas pequeñas cosas, en lugar de buscar la trascendencia. No obstante, algunas veces sus comentarios son reflexiones profundas sobre nuestra forma de vivir y, en todo caso, esos lugares que nos recomienda, esos paseos a los que se lanza, esas gentes que aparecen reflejadas muestran una cosmovisión en sí mismas.
Lo paradójico del título puede explicarse por la imposibilidad de guardarse para sí lo que necesita comunicar a sus lectores, esa misma "verborragia" por la que tiende a contar algunos gustos, sentimientos e incluso intimidades que no son propiamente suyos, sin caer, eso sí en la impudicia, ni mucho menos.
La ciudad que visitamos con ella -por eso dudo del subgénero en que la he clasificado, ya que quizá tenga algo de guía, algo de libro de viajes...- no está idealizada. Lindo no oculta la decadencia de Nueva York ni sus peligros ni la soledad a la que arrastra a muchos de sus habitantes. Su ciudad es vivida y pateada, reducida a barrios, reducida a un tamaño humano. Por todo ello merece ser leído este libro, pero además porque las ilustraciones de Miguel Lindo tienen toda la gracia y el tono de época que ha tratado de insuflarle a la novela su madre.
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