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Lo más interesante, no obstante, no es el personaje principal, cuya trayectoria vital es analizada -de una forma un poco simplista, en mi opinión- como la reacción del hijo natural de madre soltera por trepar a lo más alto de la sociedad para afirmarse. Lo que me parece más plausible es la recreación del retablo, de esa corte de los milagros -la similitud con la obra valleinclanesca la establece el autor- que rodea al personaje, compuesta por políticos, escritores, obispos, aristócratas desde los años 70 hasta la muerte de Aguirre en 2001. El narrador forma parte de esa corte, puesto que es testigo y personaje.
Por las páginas de esta novela pasan los escritores de la Generación del 36 y los de la Generación del 50 (la anécdota ocurrida en casa de Torrente Ballester, con los escritores ingiriendo hostias a puñados no sé si es solo expresionista o puede calificarse de surrealista), Franco y sus víctimas de última hora, los principales políticos de la transición -el más coherente, para Vicent, Fernández Ordóñez-, Pasionaria, las primeras víctimas del sida, y hasta Benedicto XVI cuando era Ratzinger. El personaje de Vicky Lobo representa muy bien la evolución ideológica desde los años 60 a nuestros días: comienza con sus inmaculadas ideas marxistas y defendiendo todas las causas perdidas, continúa siguiendo la estela mesiánica de Felipe González y termina alejada de la política y vestida de Valentino en su mansión con piscina en forma de riñón. Esa concentración que supone Vicky refleja muy bien la prosa de Vicent: rica, variada, plástica, capaz de trazar un retrato o una caricatura con tres adjetivos.
En cuanto a Jesús Aguirre, aparece humanizado, con sus contradicciones, sus deseos y sus frustraciones. Su ascensión no parece que sea hacia la felicidad -se le ve ausente y perdido en sus múltiples castillos de la Casa de Alba-, pero ha logrado cumplir su ambición.
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